III. La fascinación de la luz
III. La fascinación de la luz
Hay un poema de Wang Wei en el que la luz representa el último aliento del día. Esa es la luz que me gusta, la que no hace daño, ni miente, ni ciega.

Iluminación

La luz surge cuando se comparten los pensamientos, cuando se verbalizan las vivencias o se escuchan con interés los sueños de los demás.

Hay veces en las que la luz ciega. Por eso quizá, a mi me gusta la luz tamizada por el recuerdo, los reflejos que proyectan nuestros sentimientos; o mejor, la nebulosa que ilumina tenuemente nuestros desvelos. Seguramente porque lo hace como sin mirar, con desgana.

Pero la que de verdad me fascina es esa luz que atraviesa el cristal, cuando llega a tiempo y lo hace solo para templarnos los corazones. La luz, si no sirve para calentar en silencio, no ilumina.

Como dijo Manuel Faria, “es preciso guardar la luz esencial”. Y aunque para él -como no podría ser de otra manera-, “la luz esencial es la luz de la mañana”, yo como Wang Wei, prefiero la última luz del atardecer. En especial ese último halo que hace reverdecer nuevamente y por un solo instante el musgo que habita lo más profundo del bosque.

Hijos del cielo y de la tierra en que vivimos, sección tercera.

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